Máscaras
- LaNinfaDelAgua
- 9 may
- 2 Min. de lectura
Ganas y miedos
Llegué allí con las mismas ganas que miedos.
Había oído hablar de aquel lugar hacía años, pero no me había sentido capaz de verlo con mis propios ojos.
Desde fuera, parecía un palacete: una casa enorme con columnas de mármol y piedra tallada que le aportaban un aspecto lúgubre pero lujoso. Aunque la valla era alta, se podía intuir, entre los barrotes, que el patio que la rodeaba también estaba lleno de detalles que invitaban al pecado. Se respiraba lujuria desde la entrada.
Llamé al timbre y esperé a que vinieran a recibirme. Tenía un nudo en el estómago y un sudor frío me empapaba las manos. Sabía que era peligroso, pero el deseo me había llevado hasta allí, y pensaba hacerlo.
La puerta comenzó a abrirse y mi corazón pareció querer salirse por la garganta. Delante de mí, una mujer altísima con la mayor elegancia que había visto en mi vida. Tenía las piernas largas y muy tatuadas. Llevaba un vestido de infarto: falda de seda color borgoña hasta el muslo que dejaba entrever el vértice de su cuerpo. La parte de arriba era un corsé de cuero y terciopelo con escote palabra de honor. Sus clavículas marcadas y su cuello daban ganas de morder.
Su cara, dulce y picante a la vez, era para volverse loca. Unos labios carnosos, no muy maquillados, brillaban como el agua y aumentaban mi sed.
—Pasa, preciosa. Soy Emma. ¿Estás preparada?
—Eso creo —respondí.
Atravesé la puerta confirmando mis sospechas. El jardín que rodeaba la casa no tenía nada que envidiar a los del Capricho. Si Eduardo Manostijeras pillara tanto arbusto...
Emma andaba segura de sí misma, marcando el sonido de sus tacones en mi mente. Qué envidia. Ojalá algún día ser así.
Avanzamos por el jardín siguiendo un camino empedrado hasta llegar a la puerta de la casa. Había unas pequeñas escaleras con unos pocos peldaños y, arriba, dos personas con máscaras nos esperaban.
—Entramos —dijo Emma, mirándome a los ojos con un brillo especial, de esos que no sabes si dan gusto o asustan. Pero, aun así, entré.
De dentro venía un olor a canela y naranja que se podía saborear. Emma me cogió de la mano para tranquilizarme. Las mías estaban heladas; las suyas, puro fuego. Eran suaves y delicadas, pero apretaban con firmeza. La verdad, me relajó bastante notar su confianza y, por el momento, dejé de temblar.
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