
DONDE EMPIEZA EL TEMBLOR
- LaNinfaDelAgua

- 12 sept
- 3 Min. de lectura
La noche le rozó los muslos desnudos justo antes de entrar. El abrigo largo tapaba lo justo para hacer volar la imaginación del más cuerdo volviéndole loco. Debajo, solo lencería negra: encaje fino, medias con liguero y un culotte diminuto que dejaba ver la curva de sus glúteos. El sujetador, semitransparente, marcaba el relieve de sus pezones duros por el frío y la excitación. Su piel era en ese momento la mejor ropa que podía llevar.
Avanzó hasta la puerta con paso lento. Las sandalias de tacón fino dejaban ver sus sensual pedicura roja y brillante haciendo de cada uno de sus dedos un manjar para cualquier amante de la buena comida.
El timbre sonó. La puerta se abrió.
Dentro, el calor y el aroma a incienso y canela se mezclaban con el olor denso del sexo. Luz baja, rojiza. Música lenta con un bajo constante que marcaba el ritmo de las embestidas.
Escuchó risas, gemidos y jadeos dispersos. El pulso comenzó a acelerarse al igual que las ganas de ser ella quién estuviera dentro de esas sensaciones.
El suelo de madera oscura crujía. Parecía que contaba la historia de todo lo que había pasado sobre él. Las paredes, cubiertas con telas gruesas en tonos vino, mostaza y negro, creaban un espacio íntimo y seductor. Se sentía como estar dentro de un cuerpo.
Se quitó el abrigo con manos tensas y temblorosas. Notó cómo todas las miradas se posaron sobre ella. Se deslizaban por su cuello, sus pechos, su abdomen liso con la fina línea de vello que se perdía bajo el encaje, sus piernas largas, su boca húmeda.
Se acercó a la barra. Y lo vio.
Estaba apoyado, tranquilo, con una copa. Camisa abierta, pecho desnudo. No era el más guapo, pero su mirada directa la dejó sin defensas.
Se sentó en un sofá de cuero. El frío se coló entre sus muslos. Cerró los ojos, escuchando y respirando. Al abrirlos, vio escenas que aceleraron su pulso.
En un rincón, un hombre besaba el cuello de una mujer mientras le acariciaba los pechos, pellizcando sus pezones. Ella arqueaba la espalda, apretando sus caderas contra él, gimiendo cuando su mano bajaba por su vientre y se metía bajo la tela de su ropa interior.
En otro, un hombre arrodillado lamía el sexo de una mujer con movimientos largos y firmes. Ella le agarraba del pelo, guiándolo, mientras abría más las piernas para que su lengua llegara más profundo.
Cerca, dos mujeres se tocaban de pie. Una pasaba los dedos por el interior del muslo de la otra, subiendo lentamente hasta hundirse entre sus pliegues húmedos. Se besaban con fuerza, mordiendo los labios, mientras la otra jugaba con su clítoris con el pulgar.
Más allá, varios cuerpos desnudos se movían juntos en el suelo. Un hombre penetraba a una mujer por detrás mientras ella besaba a otra que tenía las piernas alrededor de su cintura. Manos por todas partes, labios que cambiaban de boca, dedos que entraban y salían con un ritmo lento pero intenso.
Ella observaba, sintiendo la humedad crecer entre sus piernas. Jugaba con el borde del liguero, consciente del roce del encaje en su piel. Sus pezones se endurecieron más. Su mano bajó por el abdomen hasta rozar su sexo húmedo.
Sintió un aliento en el cuello.
—¿Puedo? —susurró él.
Asintió.
Su mano recorrió su hombro y bajó por el costado, acariciando con lentitud. Ella gimió suave cuando sus dedos presionaron su muslo.
Su boca buscó la zona donde el cuello se une al hombro, besándola y mordiéndola con hambre.
Entonces, una mujer apareció. Se acercó y le acarició las piernas, subiendo por el interior hasta rozar su sexo. Le besó la nuca mientras él bajaba la boca a sus pechos y sus dedos se deslizaban dentro de ella.
Ella se abandonó. Las manos y bocas trabajaban juntas: él la penetraba con los dedos mientras su lengua jugaba con su pezón; ella recibía la presión firme de otra mano en su clítoris, frotándolo en círculos rápidos.
El orgasmo llegó intenso, arrancándole un grito. No se detuvieron. El segundo clímax fue aún más fuerte, arqueando la espalda y agarrándose a ambos para no caer.
Cuando terminaron, los tres respiraban agitados.
No hubo nombres. Solo miradas.
—Si quieres volver a verme, estaré aquí —dijo él—, donde empieza el temblor.





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